domingo, 18 de noviembre de 2012

Kankunapa



Seguimos en lo nuestro, ignorando todo lo que ocurría a nuestro alrededor. Los besos, las caricias y nuestros cuerpos fueron conductores de algo que ya debía de pasar hacía mucho. Nuestras prendas, que antes se encontraban en el lugar al que correspondían, yacían en el suelo cubriendo al teléfono y  al espectador anónimo. Cuando nuestros cuerpos ya estaban cansados y satisfechos, nos desplomamos sobre la cama. No había nada que nos molestara ni nada que nos perturbara. Abrazadas, me dijo: “Te quiero y nunca te dejaré”.Sonreí. Ya era costumbre sonreír cada vez que estaba con ella.
 La ayudé a vestirse, y ella, a mí. Recogimos todo lo que estaba en el suelo incluyendo el celular. Desbloqueó el teléfono para ver la hora. Nuestro espectador anónimo ya había colgado para entonces y no se fijó en las llamadas.
Me llevó a mi casa. Debo admitir que no tenía ganas de separarme de ella ni un poco. Llegué a mi hogar y se despidió de mí con un beso largo en los labios. Algo pasaba. Ése beso no se parecía en nada a los que me había concedido hacía unas horas. Era diferente, ya que sentía en él una despedida. Al entrar a mi cuarto revisé mi celular. Tenía miles de llamadas de Javier y diez de mi madre. Diez llamadas de mi madre solo significaban una cosa: “A la mielda”. Para mi fortuna ella ya dormía. Comenzó a vibrar el teléfono. Era Javier.
¿En dónde estabas?
Con una amiga.
¿Qué hacías? ¿Por qué no contestabas?
Hace una semana que no hablamos, y ¿solo me llamas para preguntarme esto?
¡Carajo! ¡Dime qué chingados estabas haciendo!
Nada Javier. No hacía nada.
¿Nada? Nada le dices a revolcarte en la cama con quién sabe quién.
¿De qué hablas?
Por favor… Es lo que siempre haces.
Creí que estaba borracho y decidí colgarle. No tenía ni idea de lo que había pasado esa noche y solo hablaba por hablar.
En la semana no recibí ninguna llamada tanto de él como de ella. Fue hasta el viernes que llegué a mi casa cuando supe lo que pasaba. Ella estaba sentada en la banqueta cerca de la reja. Quería besarla, preguntarle por qué no me había llamado, abrazarla, pero no me dejó. Tenía los ojos llorosos, como si alguien hubiera muerto y ella lo había velado.
Me voy a ir un tiempo a los Andes — me dijo sin titubear.
¿Cómo? ¿Me vas a dejar? Dijiste que nunca lo harías.
Y tú también dijiste que nada es para siempre.
¿Qué hice?
No hiciste nada, es solo que la otra noche mi mamá escuchó todo. No quiere que me vuelva a acercar a ti.

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